2. El archipiélago

¿Vuelven las grullas hacia ti?, ¿y dirigen de nuevo 

hacia tus orillas su rumbo las naves?, ¿acarician

brisas propicias tus olas tranquilas?, ¿y solea el delfín

sus lomos a la nueva luz, atraído desde lo profundo?

¿Florece Jonia?; ¿es ya tiempo?, pues siempre en primavera,

cuando a los vivientes se les renueva el corazón y despierta

en el hombre el primer amor y el recuerdo de los tiempos

            dorados,

¡vengo yo a ti, anciano, y te saludo en silencio!

 

¡Siempre, poderoso!, vives todavía y descansas a la sombra

de tus montañas, como entonces; con brazos de muchacho

            ciñes

todavía a tu tierra querida, y de tus hijas, ¡oh, padre!,

de tus islas, de las florecientes, ninguna se ha perdido todavía.

Creta se yergue y Salamina verdea; alboreada de laureles,

florecida de rayos, levanta Delos a la hora del amanecer,

entusiasmada, su cabeza; Tenor y Chíos abundan en frutos

purpúreos; de las embriagadas colinas

mana el vino de Chipre, y en la Calauria se precipitan

arroyos de plata, como entonces, en las viejas aguas del padre.

 

Todas ellas viven todavía, las madres de los héroes, las islas,

floreciendo de año en año, y cuando, a veces, desatada

del abismo, la llama de la noche, la tormenta inferior,

conmovía alguna de las islas graciosas, que, moribunda, se

            sumergía en tu seno,

tú, divino, tú, perdurabas ¡pues es tanto lo que ha nacido

y se ha hundido en tus oscuras profundidades!

 

También ellas, las celestes, las potestades de la altura, las

            silenciosas

que traen desde lejos, de la plenitud de la fuerza, el día sereno

y el dulce sueño sobre la cabeza de los hombres sensibles;

también ellos, los antiguos compañeros de juego,

viven como entonces, contigo; y muchas veces al atardecer,

cuando viene de los montes de Asia la sagrada luz de la luna

y las estrellas se encuentran en tus olas,

luces tú, con fulgor celeste, cambiándose tus aguas a su paso,

y la alta melodía de los Hermanos,

su canto nocturno, resuena de nuevo en tu pecho amante.

Cuando luego aparece el que todo lo transfigura, es sol del día,

la criatura del Oriente, el milagroso

comienza para los vivientes el sueño dorado,

que el sol creador cada mañana les prepara,

y a ti, dios afligido, te envían un canto más alegre,

y su misma luz amiga no es tan hermosa

como el símbolo del amor, la guirnalda, que acordándose 

            siempre de ti,

como entonces, ciñe a tus grises bucles.

¿No te envuelve el éter? Y las nubes, tus mensajeras,

¿no vuelven de él hacia ti con el regalo de los dioses,

el rayo? Luego, tú las envías sobre la tierra,

para que, en el cálido litoral, los bosques ebrios de tormenta

murmuren y se agiten contigo, y, en seguida, el Meandro,

con sus mil arroyos, apresure su curso tortuoso, como el hijo

            caminante,

cuando el padre le llama, y corra hacia ti alborozado

por la llanura el Caystor, y el primogénito, el viejo, 

tanto tiempo escondido, tu majestuoso Nilo,

avanzando magnífico desde las lejanas montañas, como son

            ruido de armas,

llegue ya victorioso y extienda anhelante sus brazos abiertos.

 

Y, sin embargo, tú te imaginas solitario; en la noche callada

la roca oye tu lamento, y muchas veces, con enojo 

de los mortales, huyen hacia el cielo tus olas aladas.

Pues ya no viven contigo tus muy nobles predilectos,

que te honraban y orlaban en otro tiempo tus orillas

con templos y ciudades, y siempre buscan y requieren,

siempre necesitan para su gloria los sagrados elementos,

como los héroes la corona, el corazón del hombre sensible.

 

Di, ¿dónde está Atenas? Tu ciudad preferida ¿dios afligido!,

¿ha sido reducida totalmente a cenizas en las sagradas 

orillas sobre las tumbas de los grandes antiguos?

¿O existe todavía algún indicio suyo,

para que el navegante, al pasar, la nombre y la recuerde?

¿No se levantaban allá las columnas y no resplandecían

en lo alto de la fortaleza las imágenes de los dioses?

¿Y no se alzaba allá la voz tormentosa del pueblo desde el

            ágora?

¿Y no descendían presurosos los caminos

desde las puerta alegres hacia tu puerto favorecido?

¡Mira! En aquel lugar soltaba las amarras de su nave el

            comerciante,

soñando en lejanías, alegre, pues también a él le soplaba la 

            brisa alígera,

y los dioses también le amaban, como al poeta,

pues conciliaba los buenos dones de la tierra y unía lo lejano

            con lo próximo.

Parte hacia la lejana Chipre y, más lejos, hacia Tiro;

se afana hacia la Cólquida y el antiguo Egipto,

para ganar púrpura y vino, y trigo y vellón

para su ciudad, y, a veces, más allá de las columnas

del audaz Hércules, hacia nuevas islas venturosas

le llevan las esperanzas y las alas de su barco.

 

Mientras tanto, distinto el ánimo, permanece en las orillas de 

        la ciudad

un joven solitario, atiende a las olas, y algo grande presiente

            el grave adolescente

cuando escucha sentado a los pies del que conmueve la tierra;

y no en vano le educó el dios del mar.

 

Pues el enemigo del genio, el persa, que manda en muchas tierras

desde hace años cuenta la multitud de armas y vasallos,

burlándose de la tierra griega y de sus escasas islas,

y cosa de juego parecíale al rey, y como un vano sueño

el pueblo ferviente, fortalecido por el espíritu de los dioses.

 

Pronunció, con ánimo ligero, la palabra, y rauda, como el flameante

cuando, vomitando espantosamente por el Edna en hervor,

sepulta ciudades y florecientes jardines en la marca purpúrea,

así se precipita con el rey, desde Ecbatana, incendiando

y arrasando ciudades, su grandiosa muchedumbre.

Y, ¡oh dolor!, cae Atenas, la espléndida; ancianos fugitivos

            vuelven

sus ojos lastimeros desde la montaña, donde las bestias oyen

            sus clamores,

hacia las viviendas y los templos humeantes;

 

mas las súplicas de los hijos no pueden reavivar las sagradas

            cenizas;

en el valle reina la muerte; el humo del incendio se pierde

            en el cielo,

y el persa, cargado de botín, prosigue su marcha

ebrio del crimen, para continuar el saqueo.

 

Pero en las orillas de Salamina, ¡Oh día! En las orillas de

            Salamina

esperando el fin están las atenienses, las vírgenes,

y las madres, meciendo en sus brazos al hijito salvado:

mas para los que escuchan resuena desde lo profundo la voz

            del dios del mar

prediciéndoles su salvación; y los dioses del cielo contemplan

            desde lo alto

la tierra pesando y juzgando, pues allá en las agitadas orillas

vacila desde el amanecer, cual tormenta que camina 

        lentamente

la batalla sobre las aguas espumeantes, y ya arde

            el mediodía

inadvertido por el furor, sobre las cabezas de los combatientes.

Pero los hombres del pueblo, los nietos de los héroes,

            acometen

ahora con más clara visión; los amados de los dioses piensan

en la gloria que les está destinada, y ya los hijos de Atenas

no refrenan su genio, que desprecia la muerte.

Pues, como la fiera del desierto se levanta una vez más de la

            sangre

humeante en un último esfuerzo, con noble energía,

y atemoriza al cazador, así se reabre una vez más con el brillo

de las armas el ánimo cansado, ya casi rendido, de los feroces

combatientes, espantosamente reunidos por las voces de los 

            jefes.

Y recomienza la lucha más encarnizada; como parejas de

            luchadores

se abordan los navíos; el timón es juguete de las olas;

bajo los combatientes ábrese el puente, y nave y navegantes

            se hunden.

 

Mas en sueño vertiginoso, arrullado por la canción del día,

extiende el rey su mirada; sonriendo, equivocado, al éxito,

amenaza, implora, se regocija, y envía, como rayos,

            mensajeros;

mas los envía en vano, pues ninguno retorna.

Sangrientos mensajeros, cadáveres y navíos reventados sin

            cuento

le envía la vengativa, la ola estruendosa,

ante el trono, en que está sentado sobre la estremecida orilla,

contemplando, el desdichado, la huida; y corre presuroso,

            arrastrado

por la multitud fugitiva; el dios la empuja y acosa a su

            escuadra

a la deriva sobre las olas, hasta que, finalmente, burlándose,

            le destroza

su vana joya y le alcanza, extenuado, en su armadura

            amenazadora.

 

Y amorosamente vuelve el pueblo de los atenienses hacia 

            las aguas

que esperan solitarias, y de los montes de la patria

desciende la brillante multitud, ondulando en alegre

            confusión,

hacia el valle abandonado. ¡Ay!, lo mismo que, al retornar

            tras largos años

el hilo que se creía perdido, ya adulto, al seno materno

vuelve demasiado tarde la alegría a la madre envejecida,

            cansada de esperar,

el alma marchitada por la pena, y apenas si comprende

las palabras cariñosas de su amante hijo;

así aparece, ante los que retornan allá, el suelo de la patria.

Pues en vano preguntan por sus bosques sagrados los devotos,

y la puerta amiga ya no recibe a los vencedores,

como recibía entonces al caminante, cuando alegre volvía de 

            las islas,

y se alzaba sobre su mirada anhelosa, resplandeciendo

a lo lejos, la gloriosa fortaleza de la madre Atenea.

Mas bien conocen ellos las calles desoladas

y los tristes jardines, y en el ágora,

donde yacen derribadas las columnas del Pórtico y las

            imágenes divinas,

el pueblo amante con el alma conmovida y celebrando

            la fidelidad,

se estrecha de nuevo las manos en señal de alianza.

Pronto busca también  y contempla el hombre entre

            los escombros

el lugar de su propia casa; llora su mujer abrazada a su cuello,

recordando las amadas estancias de sus sueños, y preguntan

            los niños 

por la mesa, alrededor de la cual se sentaban en grupo 

            delicioso

bajo la mirada de los padres, sonrientes dioses de la casa.

Mas el pueblo levanta tiendas, vuelven a juntarse los antiguos

            vecinos,

y, siguiendo los mandatos del corazón, se ordenan 

sobre las colinas la aireadas viviendas.

Y así viven ahora, como los hombres libres, los antiguos,

que, seguros de su vigor y confiados en el día venidero,

cual aves emigrantes, iban en otro tiempo cantando de monte 

            en monte,

príncipes del bosque y de las aguas errabundas.

Mas, sin embargo, abraza de nuevo, como entonces, 

la madre tierra, la fiel, a su noble pueblo, y bajo el cielo

            sagrado

descansan dulcemente, mientras suaves, como antes, las brisas 

            de la juventud

vuelan alrededor de los durmientes, y entre los plátanos

            el Ilisos

susurra, y, anunciando nuevos días,

incitando a nuevas hazañas, resuena en la noche, a lo lejos,

            la ola

del dios del mar, que envía sueños gozosos a sus predilectos.

Ya brotan también lentamente en el campo pisoteado

las flores, las doradas, cuidadas por las manos piadosas,

verdece el olivo y en las praderas de Colonos pastan 

de nuevo, pacíficamente, como antes, los caballos atenienses.

 

Mas en honor de la madre tierra y del dios de las olas

florece ya la ciudad, creación soberana, fundada tan 

        sólidamente

como los astros, obra del genio, que gusta de sujetarse

con vínculos de amor y cerrarse en grandes formas

que él mismo se fabrica, sin perder su eterna actividad.

¡Mira! Y al constructor sirve el bosque,

         y el Pentélico

y los otros montes le ofrecen, al alcance de su mano, mármol

            y metales.

Mas viviente, como él, gozosa y magnífica, surge de sus 

        manos

y fácil, como la del sol, prospera su obra.

Se levantan fuentes, y encausando en limpios

            acueductos

llega el manantial por la colina al resplandeciente estanque;

y en torno reluce, como héroes en fiesta alrededor de una

            copla común,

la serie de las viviendas; sobre todas se yergue

la estancia de los Pritaneos; álzanse abiertos gimnasios;

elévanse templos a los dioses, y, audaz idea sagrada,

asciende en el éter el Olimpieo desde el bosque venturoso

hasta cerca de los inmortales; y otros muchos pórticos celestes.

¡Madre Atenea, para ti también  creció más orgullosa desde

            la tristeza

tu espléndida colina, y floreció largamente,

y para ti, ¡dios de las olas!; y tus predilectos cantan

su agradecimiento muchas veces aún alegremente reunidos

            en el promontorio!

 

¡Ay, los hijos de la dicha, los devotos! ¿Vagan acaso ahora

            lejos

por la tierra de los padres, olvidados de los días del destino,

al otro lado del Leteo, y ningún anhelo puede hacerles volver?

¡Nunca los verán mis ojos! ¡Ay! ¿Nunca os encontrará por los 

            mil senderos

de la tierra verdeante el que os busca, ¡figuras iguales a los

            dioses!,

y entendí yo, por ventura, vuestro lenguaje, vuestra leyenda

            tan solo

para que mi alma siempre triste huyera

antes de tiempo hacia vuestras sombras?

Mas quiero acercarme a vosotros, allá donde crecen todavía

vuestros bosques, donde esconde entre nubes su cima solitaria

el monte sagrado;

al Parnaso quiero ir, y cuando, reluciendo en la sombra le 

            la encina,

encuéntreme errante la fuente Castalia,

esparciré el agua del oloroso remanso, mezclada de lágrimas, 

sobre el césped germinante, para que recibáis aún,

¡oh vosotros durmientes todos!, una ofrenda funeraria.

Quiero vivir con vosotros allá en el valle silencioso,

junto a las rocas colgantes de Tempes, e invocaros a menudo

            en la noche,

¡nombres magníficos!; y cuando  aparezcáis enojadas,

porque el arado profana las tumbas, os aplacaré

con la voz del corazón, con piadosos cantos, ¡sombras

sagradas!,

hasta que mi alma se acostumbre del todo a vivir con vosotras.

Y cuando esté más iniciado, os haré muchas preguntas

            ¡a vosotros, muertos!,

y a vosotros también, vivientes, ¡a vosotras, altas potestades

            del cielo!,

cuando pasáis sobre las ruinas con vuestro muchos años,

¡vosotras, las de los seguros caminos!; pues a menudo

            el desvarío

de los mortales me estremece el corazón, como un aire

            siniestro,

y ansioso busco consejo; mas desde hace mucho tiempo ya

            no hablan

para consuelo de los necesitados los proféticos bosques

            de Dodona;

mudo está el dios délfico, y solitarios y abandonados se

            encuentran

desde hace mucho tiempo los senderos por donde antes,

dulcemente conducido por las esperanzas, subía el hombre

preguntando hacia la ciudad del verás profeta.

Mas desde lo alto la luz habla todavía hoy a los hombres,

llena de hermosos significados, y la voz del gran tronante

clama: ¿pensáis en mi?; y las olas entristecidas del dios del mar

resuenan: ¿nunca os acordáis ya de mi, como antes?

 

Pues los celestes descansan gustosos en el corazón sensible,

y siempre, como entonces, las potestades inspiradoras de grado

 acompaña al hombre esforzado; y sobre los montes 

            de la patria

descansa, impera y vive omnipresente el éter,

para que un pueblo amante, acogido en los brazos del Padre,

esté humanamente alegre, como entonces, y que un espíritu 

            sea común a todos.

 

Mas, ¡ay!, nuestro linaje vaga en la noche, vive como en

            el Orco,

sin lo divino. Ocupados únicamente en sus propios afanes,

cada cual solo se oye a sí mismo en el agitador taller,

y mucho trabajan los bárbaros con brazo poderoso,

sin descanso, mas, por mucho que se afanen, queda

            infructuoso,

como las Furias, el esfuerzo de los míseros.

Hasta que, despertando de angustioso sueño, se levante

el alma de los hombres, juvenilmente alegre, y el hábito

            bendito del amor,

de nuevo, como muchas veces antes entre los hijos florecientes

            de la Hélade,

sople en una nueva época, y el espíritu de la naturaleza

el que viene de lejos, el dios, se nos aparezca en paz

            entre nosotros.

¡Ay!, ¿no vienes todavía?, y aquellos, los nacidos divinos,

continúan viviendo, ¡oh día!, solitarios en lo profundo

de la tierra, mientras una primavera, siempre viviente,

apunta sobre la cabeza de los mortales, sin que nadie le cante.

¡Pero no por más tiempo! Ya oigo a lo lejos el canto coral

del día de fiesta sobre la verde colina y el eco del bosquecillo,

donde se levanta el pecho de los adolescentes, donde se funde

sosegadamente el alma del pueblo en la más libre canción en

            honor del dios,

al que corresponde la altura, mas para quien los valles

            también son sagrados;

pues allá donde gozosa se apresura el agua creciente

            juventud

entre las flores del campo, y donde maduran en llanuras

            soleadas

el noble trigo y los árboles frutales, se coronan en llanuras

            soleadas

el noble trigo y los árboles frutales, se coronan contentos

para la fiesta los devotos; y sobre la colina de la ciudad

            resplandece,

igual que una vivienda humana, el pórtico celeste de

            la alegría.

Pues toda la vida se ha llenado de sentido divino,

y, perfeccionado todo, vuelves a aparecer, como entonces,

            por todas partes

ante tus hijos, ¡oh naturaleza!, y, como de montaña rica

            en manantiales,

fluyen de aquí y de allá bendiciones sobre el alma germinante

            del pueblo.

Luego, luego, ¡oh vosotras, alegría de Atenas!, ¡vosotras,

            hazañas de Esparta!

¡deliciosa primavera de Grecia! Cuando venga vuestro otoño,

cuando volváis, maduros, ¡vosotros, todos los espíritus

            del pasado!

-¡pues he aquí que está cerca el cumplimiento del año!-,

que os alcance la fiesta también a vosotros, ¡días pretéritos!

¡Mire el pueblo hacia Grecia, y, llorando y agradeciendo,

sosiéguese en los recuerdos el orgulloso día del triunfo!

 

Pero floreced mientras tanto, hasta que maduren nuestros

            frutos,

floreced, entre tanto, solamente vosotros, ¡jardines de Jonia!

¡Y vosotras, graciosas yedras de las ruinas de Atenas,

encubrid la tristeza al día que contempla!

Coronad con follaje eterno, ¡vosotros, bosques de laureles!,

las colinas de vuestros muertos, allá junto a Maratón,

donde los jóvenes murieron venciendo; ¡ay!, allá en

            los campos de Queronea,

donde con armas huyeron los últimos atenienses,

eludiendo el día de la ignominia; allá, allá bajan

            de los montes

todos los días lamentos al valle de la batalla; ¡allá descendéis

            vosotras,

aguas caminantes, desde las cumbres del Oetas, cantando

            la canción del destino!

Pero tú, inmoral, aunque ya no te festeje la canción

            de los griegos,

como entonces, resuena a menudo, ¡oh dios del mar¡

con tus colas en mi alma, para que prevalezca sin miedo

            el espíritu

sobre las aguas, como entonces, resuena a menudo, ¡oh dios del mar!,

con tus colas en mi alma, para que prevalezca sin miedo

            el espíritu

sobre las aguas, como el nadador, se ejercite en la fresca

dicha de los fuertes, y comprenda el lenguaje de los dioses,

el cambio y el acontecer; y si el tiempo impetuoso

conmueve demasiado violentamente mi cabeza, y la miseria

            y el desvarío

de los hombres estremecen mi alma mortal,

¡déjame recordar el silencio en tus profundidades!

 

 

 


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