¿Vuelven
las grullas hacia ti?, ¿y dirigen de nuevo
hacia
tus orillas su rumbo las naves?, ¿acarician
brisas
propicias tus olas tranquilas?, ¿y solea el delfín
sus
lomos a la nueva luz, atraído desde lo profundo?
¿Florece
Jonia?; ¿es ya tiempo?, pues siempre en primavera,
cuando
a los vivientes se les renueva el corazón y despierta
en
el hombre el primer amor y el recuerdo de los tiempos
dorados,
¡vengo
yo a ti, anciano, y te saludo en silencio!
¡Siempre,
poderoso!, vives todavía y descansas a la sombra
de
tus montañas, como entonces; con brazos de muchacho
ciñes
todavía
a tu tierra querida, y de tus hijas, ¡oh, padre!,
de
tus islas, de las florecientes, ninguna se ha perdido todavía.
Creta
se yergue y Salamina verdea; alboreada de laureles,
florecida
de rayos, levanta Delos a la hora del amanecer,
entusiasmada,
su cabeza; Tenor y Chíos abundan en frutos
purpúreos;
de las embriagadas colinas
mana
el vino de Chipre, y en la Calauria se precipitan
arroyos
de plata, como entonces, en las viejas aguas del padre.
Todas
ellas viven todavía, las madres de los héroes, las islas,
floreciendo
de año en año, y cuando, a veces, desatada
del
abismo, la llama de la noche, la tormenta inferior,
conmovía
alguna de las islas graciosas, que, moribunda, se
sumergía en tu seno,
tú,
divino, tú, perdurabas ¡pues es tanto lo que ha nacido
y
se ha hundido en tus oscuras profundidades!
También
ellas, las celestes, las potestades de la altura, las
silenciosas
que
traen desde lejos, de la plenitud de la fuerza, el día sereno
y
el dulce sueño sobre la cabeza de los hombres sensibles;
también
ellos, los antiguos compañeros de juego,
viven
como entonces, contigo; y muchas veces al atardecer,
cuando
viene de los montes de Asia la sagrada luz de la luna
y
las estrellas se encuentran en tus olas,
luces
tú, con fulgor celeste, cambiándose tus aguas a su paso,
y
la alta melodía de los Hermanos,
su
canto nocturno, resuena de nuevo en tu pecho amante.
Cuando
luego aparece el que todo lo transfigura, es sol del día,
la
criatura del Oriente, el milagroso
comienza
para los vivientes el sueño dorado,
que
el sol creador cada mañana les prepara,
y
a ti, dios afligido, te envían un canto más alegre,
y
su misma luz amiga no es tan hermosa
como
el símbolo del amor, la guirnalda, que acordándose
siempre de ti,
como
entonces, ciñe a tus grises bucles.
¿No
te envuelve el éter? Y las nubes, tus mensajeras,
¿no
vuelven de él hacia ti con el regalo de los dioses,
el
rayo? Luego, tú las envías sobre la tierra,
para
que, en el cálido litoral, los bosques ebrios de tormenta
murmuren
y se agiten contigo, y, en seguida, el Meandro,
con
sus mil arroyos, apresure su curso tortuoso, como el hijo
caminante,
cuando
el padre le llama, y corra hacia ti alborozado
por
la llanura el Caystor, y el primogénito, el viejo,
tanto
tiempo escondido, tu majestuoso Nilo,
avanzando
magnífico desde las lejanas montañas, como son
ruido de armas,
llegue
ya victorioso y extienda anhelante sus brazos abiertos.
Y,
sin embargo, tú te imaginas solitario; en la noche callada
la
roca oye tu lamento, y muchas veces, con enojo
de
los mortales, huyen hacia el cielo tus olas aladas.
Pues
ya no viven contigo tus muy nobles predilectos,
que
te honraban y orlaban en otro tiempo tus orillas
con
templos y ciudades, y siempre buscan y requieren,
siempre
necesitan para su gloria los sagrados elementos,
como
los héroes la corona, el corazón del hombre sensible.
Di,
¿dónde está Atenas? Tu ciudad preferida ¿dios afligido!,
¿ha
sido reducida totalmente a cenizas en las sagradas
orillas
sobre las tumbas de los grandes antiguos?
¿O
existe todavía algún indicio suyo,
para
que el navegante, al pasar, la nombre y la recuerde?
¿No
se levantaban allá las columnas y no resplandecían
en
lo alto de la fortaleza las imágenes de los dioses?
¿Y
no se alzaba allá la voz tormentosa del pueblo desde el
ágora?
¿Y
no descendían presurosos los caminos
desde
las puerta alegres hacia tu puerto favorecido?
¡Mira!
En aquel lugar soltaba las amarras de su nave el
comerciante,
soñando
en lejanías, alegre, pues también a él le soplaba la
brisa alígera,
y
los dioses también le amaban, como al poeta,
pues
conciliaba los buenos dones de la tierra y unía lo lejano
con lo próximo.
Parte
hacia la lejana Chipre y, más lejos, hacia Tiro;
se
afana hacia la Cólquida y el antiguo Egipto,
para
ganar púrpura y vino, y trigo y vellón
para
su ciudad, y, a veces, más allá de las columnas
del
audaz Hércules, hacia nuevas islas venturosas
le
llevan las esperanzas y las alas de su barco.
Mientras
tanto, distinto el ánimo, permanece en las orillas de
la ciudad
un
joven solitario, atiende a las olas, y algo grande presiente
el grave adolescente
cuando
escucha sentado a los pies del que conmueve la tierra;
y
no en vano le educó el dios del mar.
Pues
el enemigo del genio, el persa, que manda en muchas tierras
desde
hace años cuenta la multitud de armas y vasallos,
burlándose
de la tierra griega y de sus escasas islas,
y
cosa de juego parecíale al rey, y como un vano sueño
el
pueblo ferviente, fortalecido por el espíritu de los dioses.
Pronunció,
con ánimo ligero, la palabra, y rauda, como el flameante
cuando,
vomitando espantosamente por el Edna en hervor,
sepulta
ciudades y florecientes jardines en la marca purpúrea,
así
se precipita con el rey, desde Ecbatana, incendiando
y
arrasando ciudades, su grandiosa muchedumbre.
Y,
¡oh dolor!, cae Atenas, la espléndida; ancianos fugitivos
vuelven
sus
ojos lastimeros desde la montaña, donde las bestias oyen
sus clamores,
hacia
las viviendas y los templos humeantes;
mas
las súplicas de los hijos no pueden reavivar las sagradas
cenizas;
en
el valle reina la muerte; el humo del incendio se pierde
en el cielo,
y
el persa, cargado de botín, prosigue su marcha
ebrio
del crimen, para continuar el saqueo.
Pero
en las orillas de Salamina, ¡Oh día! En las orillas de
Salamina
esperando
el fin están las atenienses, las vírgenes,
y
las madres, meciendo en sus brazos al hijito salvado:
mas
para los que escuchan resuena desde lo profundo la voz
del dios del mar
prediciéndoles
su salvación; y los dioses del cielo contemplan
desde lo alto
la
tierra pesando y juzgando, pues allá en las agitadas orillas
vacila
desde el amanecer, cual tormenta que camina
lentamente
la
batalla sobre las aguas espumeantes, y ya arde
el mediodía
inadvertido
por el furor, sobre las cabezas de los combatientes.
Pero
los hombres del pueblo, los nietos de los héroes,
acometen
ahora
con más clara visión; los amados de los dioses piensan
en
la gloria que les está destinada, y ya los hijos de Atenas
no
refrenan su genio, que desprecia la muerte.
Pues,
como la fiera del desierto se levanta una vez más de la
sangre
humeante
en un último esfuerzo, con noble energía,
y
atemoriza al cazador, así se reabre una vez más con el brillo
de
las armas el ánimo cansado, ya casi rendido, de los feroces
combatientes,
espantosamente reunidos por las voces de los
jefes.
Y
recomienza la lucha más encarnizada; como parejas de
luchadores
se
abordan los navíos; el timón es juguete de las olas;
bajo
los combatientes ábrese el puente, y nave y navegantes
se hunden.
Mas
en sueño vertiginoso, arrullado por la canción del día,
extiende
el rey su mirada; sonriendo, equivocado, al éxito,
amenaza,
implora, se regocija, y envía, como rayos,
mensajeros;
mas
los envía en vano, pues ninguno retorna.
Sangrientos
mensajeros, cadáveres y navíos reventados sin
cuento
le
envía la vengativa, la ola estruendosa,
ante
el trono, en que está sentado sobre la estremecida orilla,
contemplando,
el desdichado, la huida; y corre presuroso,
arrastrado
por
la multitud fugitiva; el dios la empuja y acosa a su
escuadra
a
la deriva sobre las olas, hasta que, finalmente, burlándose,
le destroza
su
vana joya y le alcanza, extenuado, en su armadura
amenazadora.
Y
amorosamente vuelve el pueblo de los atenienses hacia
las aguas
que
esperan solitarias, y de los montes de la patria
desciende
la brillante multitud, ondulando en alegre
confusión,
hacia
el valle abandonado. ¡Ay!, lo mismo que, al retornar
tras largos años
el
hilo que se creía perdido, ya adulto, al seno materno
vuelve
demasiado tarde la alegría a la madre envejecida,
cansada de esperar,
el
alma marchitada por la pena, y apenas si comprende
las
palabras cariñosas de su amante hijo;
así
aparece, ante los que retornan allá, el suelo de la patria.
Pues
en vano preguntan por sus bosques sagrados los devotos,
y
la puerta amiga ya no recibe a los vencedores,
como
recibía entonces al caminante, cuando alegre volvía de
las islas,
y
se alzaba sobre su mirada anhelosa, resplandeciendo
a
lo lejos, la gloriosa fortaleza de la madre Atenea.
Mas
bien conocen ellos las calles desoladas
y
los tristes jardines, y en el ágora,
donde
yacen derribadas las columnas del Pórtico y las
imágenes divinas,
el
pueblo amante con el alma conmovida y celebrando
la fidelidad,
se
estrecha de nuevo las manos en señal de alianza.
Pronto
busca también y contempla el hombre entre
los escombros
el
lugar de su propia casa; llora su mujer abrazada a su cuello,
recordando
las amadas estancias de sus sueños, y preguntan
los niños
por
la mesa, alrededor de la cual se sentaban en grupo
delicioso
bajo
la mirada de los padres, sonrientes dioses de la casa.
Mas
el pueblo levanta tiendas, vuelven a juntarse los antiguos
vecinos,
y,
siguiendo los mandatos del corazón, se ordenan
sobre
las colinas la aireadas viviendas.
Y
así viven ahora, como los hombres libres, los antiguos,
que,
seguros de su vigor y confiados en el día venidero,
cual
aves emigrantes, iban en otro tiempo cantando de monte
en monte,
príncipes
del bosque y de las aguas errabundas.
Mas,
sin embargo, abraza de nuevo, como entonces,
la
madre tierra, la fiel, a su noble pueblo, y bajo el cielo
sagrado
descansan
dulcemente, mientras suaves, como antes, las brisas
de la juventud
vuelan
alrededor de los durmientes, y entre los plátanos
el Ilisos
susurra,
y, anunciando nuevos días,
incitando
a nuevas hazañas, resuena en la noche, a lo lejos,
la ola
del
dios del mar, que envía sueños gozosos a sus predilectos.
Ya
brotan también lentamente en el campo pisoteado
las
flores, las doradas, cuidadas por las manos piadosas,
verdece
el olivo y en las praderas de Colonos pastan
de
nuevo, pacíficamente, como antes, los caballos atenienses.
Mas
en honor de la madre tierra y del dios de las olas
florece
ya la ciudad, creación soberana, fundada tan
sólidamente
como
los astros, obra del genio, que gusta de sujetarse
con
vínculos de amor y cerrarse en grandes formas
que
él mismo se fabrica, sin perder su eterna actividad.
¡Mira!
Y al constructor sirve el bosque,
y el Pentélico
y
los otros montes le ofrecen, al alcance de su mano, mármol
y metales.
Mas
viviente, como él, gozosa y magnífica, surge de sus
manos
y
fácil, como la del sol, prospera su obra.
Se
levantan fuentes, y encausando en limpios
acueductos
llega
el manantial por la colina al resplandeciente estanque;
y
en torno reluce, como héroes en fiesta alrededor de una
copla común,
la
serie de las viviendas; sobre todas se yergue
la
estancia de los Pritaneos; álzanse abiertos gimnasios;
elévanse
templos a los dioses, y, audaz idea sagrada,
asciende
en el éter el Olimpieo desde el bosque venturoso
hasta
cerca de los inmortales; y otros muchos pórticos celestes.
¡Madre
Atenea, para ti también creció más orgullosa desde
la tristeza
tu
espléndida colina, y floreció largamente,
y
para ti, ¡dios de las olas!; y tus predilectos cantan
su
agradecimiento muchas veces aún alegremente reunidos
en el promontorio!
¡Ay,
los hijos de la dicha, los devotos! ¿Vagan acaso ahora
lejos
por
la tierra de los padres, olvidados de los días del destino,
al
otro lado del Leteo, y ningún anhelo puede hacerles volver?
¡Nunca
los verán mis ojos! ¡Ay! ¿Nunca os encontrará por los
mil senderos
de
la tierra verdeante el que os busca, ¡figuras iguales a los
dioses!,
y
entendí yo, por ventura, vuestro lenguaje, vuestra leyenda
tan solo
para
que mi alma siempre triste huyera
antes
de tiempo hacia vuestras sombras?
Mas
quiero acercarme a vosotros, allá donde crecen todavía
vuestros
bosques, donde esconde entre nubes su cima solitaria
el
monte sagrado;
al
Parnaso quiero ir, y cuando, reluciendo en la sombra le
la encina,
encuéntreme
errante la fuente Castalia,
esparciré
el agua del oloroso remanso, mezclada de lágrimas,
sobre
el césped germinante, para que recibáis aún,
¡oh
vosotros durmientes todos!, una ofrenda funeraria.
Quiero
vivir con vosotros allá en el valle silencioso,
junto
a las rocas colgantes de Tempes, e invocaros a menudo
en la noche,
¡nombres
magníficos!; y cuando aparezcáis enojadas,
porque
el arado profana las tumbas, os aplacaré
con
la voz del corazón, con piadosos cantos, ¡sombras
sagradas!,
hasta
que mi alma se acostumbre del todo a vivir con vosotras.
Y
cuando esté más iniciado, os haré muchas preguntas
¡a vosotros, muertos!,
y
a vosotros también, vivientes, ¡a vosotras, altas potestades
del cielo!,
cuando
pasáis sobre las ruinas con vuestro muchos años,
¡vosotras,
las de los seguros caminos!; pues a menudo
el desvarío
de
los mortales me estremece el corazón, como un aire
siniestro,
y
ansioso busco consejo; mas desde hace mucho tiempo ya
no hablan
para
consuelo de los necesitados los proféticos bosques
de Dodona;
mudo
está el dios délfico, y solitarios y abandonados se
encuentran
desde
hace mucho tiempo los senderos por donde antes,
dulcemente
conducido por las esperanzas, subía el hombre
preguntando
hacia la ciudad del verás profeta.
Mas
desde lo alto la luz habla todavía hoy a los hombres,
llena
de hermosos significados, y la voz del gran tronante
clama:
¿pensáis en mi?; y las olas entristecidas del dios del mar
resuenan:
¿nunca os acordáis ya de mi, como antes?
Pues
los celestes descansan gustosos en el corazón sensible,
y
siempre, como entonces, las potestades inspiradoras de grado
acompaña
al hombre esforzado; y sobre los montes
de la patria
descansa,
impera y vive omnipresente el éter,
para
que un pueblo amante, acogido en los brazos del Padre,
esté
humanamente alegre, como entonces, y que un espíritu
sea común a todos.
Mas,
¡ay!, nuestro linaje vaga en la noche, vive como en
el Orco,
sin
lo divino. Ocupados únicamente en sus propios afanes,
cada
cual solo se oye a sí mismo en el agitador taller,
y
mucho trabajan los bárbaros con brazo poderoso,
sin
descanso, mas, por mucho que se afanen, queda
infructuoso,
como
las Furias, el esfuerzo de los míseros.
Hasta
que, despertando de angustioso sueño, se levante
el
alma de los hombres, juvenilmente alegre, y el hábito
bendito del amor,
de
nuevo, como muchas veces antes entre los hijos florecientes
de la Hélade,
sople
en una nueva época, y el espíritu de la naturaleza
el
que viene de lejos, el dios, se nos aparezca en paz
entre nosotros.
¡Ay!,
¿no vienes todavía?, y aquellos, los nacidos divinos,
continúan
viviendo, ¡oh día!, solitarios en lo profundo
de
la tierra, mientras una primavera, siempre viviente,
apunta
sobre la cabeza de los mortales, sin que nadie le cante.
¡Pero
no por más tiempo! Ya oigo a lo lejos el canto coral
del
día de fiesta sobre la verde colina y el eco del bosquecillo,
donde
se levanta el pecho de los adolescentes, donde se funde
sosegadamente
el alma del pueblo en la más libre canción en
honor del dios,
al
que corresponde la altura, mas para quien los valles
también son sagrados;
pues
allá donde gozosa se apresura el agua creciente
juventud
entre
las flores del campo, y donde maduran en llanuras
soleadas
el
noble trigo y los árboles frutales, se coronan en llanuras
soleadas
el
noble trigo y los árboles frutales, se coronan contentos
para
la fiesta los devotos; y sobre la colina de la ciudad
resplandece,
igual
que una vivienda humana, el pórtico celeste de
la alegría.
Pues
toda la vida se ha llenado de sentido divino,
y,
perfeccionado todo, vuelves a aparecer, como entonces,
por todas partes
ante
tus hijos, ¡oh naturaleza!, y, como de montaña rica
en manantiales,
fluyen
de aquí y de allá bendiciones sobre el alma germinante
del pueblo.
Luego,
luego, ¡oh vosotras, alegría de Atenas!, ¡vosotras,
hazañas de Esparta!
¡deliciosa
primavera de Grecia! Cuando venga vuestro otoño,
cuando
volváis, maduros, ¡vosotros, todos los espíritus
del pasado!
-¡pues
he aquí que está cerca el cumplimiento del año!-,
que
os alcance la fiesta también a vosotros, ¡días pretéritos!
¡Mire
el pueblo hacia Grecia, y, llorando y agradeciendo,
sosiéguese
en los recuerdos el orgulloso día del triunfo!
Pero
floreced mientras tanto, hasta que maduren nuestros
frutos,
floreced,
entre tanto, solamente vosotros, ¡jardines de Jonia!
¡Y
vosotras, graciosas yedras de las ruinas de Atenas,
encubrid
la tristeza al día que contempla!
Coronad
con follaje eterno, ¡vosotros, bosques de laureles!,
las
colinas de vuestros muertos, allá junto a Maratón,
donde
los jóvenes murieron venciendo; ¡ay!, allá en
los campos de Queronea,
donde
con armas huyeron los últimos atenienses,
eludiendo
el día de la ignominia; allá, allá bajan
de los montes
todos
los días lamentos al valle de la batalla; ¡allá descendéis
vosotras,
aguas
caminantes, desde las cumbres del Oetas, cantando
la canción del destino!
Pero
tú, inmoral, aunque ya no te festeje la canción
de los griegos,
como
entonces, resuena a menudo, ¡oh dios del mar¡
con
tus colas en mi alma, para que prevalezca sin miedo
el espíritu
sobre
las aguas, como entonces, resuena a menudo, ¡oh dios del mar!,
con
tus colas en mi alma, para que prevalezca sin miedo
el espíritu
sobre
las aguas, como el nadador, se ejercite en la fresca
dicha
de los fuertes, y comprenda el lenguaje de los dioses,
el
cambio y el acontecer; y si el tiempo impetuoso
conmueve
demasiado violentamente mi cabeza, y la miseria
y el desvarío
de
los hombres estremecen mi alma mortal,
¡déjame
recordar el silencio en tus profundidades!
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